Capítulo 1
por I. C. Tirapegui
El inicio de un nuevo año escolar también es el inicio de días más cortos y noches más largas, por eso Pamela comienza a jugar con Gastón a media tarde, como a las cinco, así tiene tres horas antes de que oscurezca y deba entrar a hacer las tareas.
Desde su casa puede ver el sol caer sobre el mar. Siempre le ha gustado esa imagen y aunque su madre le explicó que en realidad el sol no se hunde en el agua, ella cree que eso no es del todo cierto, por algo lo ha visto sumergirse en el océano decenas de veces. Sin embargo, eso no le llama tanto la atención como la estela dorada que se extiende hasta fundirse con la arena o el cielo que se engalana con una amalgama de colores rojizos. Esta visión la alegra y la deprime al mismo tiempo, pues además de su magnífica belleza también significa que pronto deberá entrar para hacer sus tareas.
No tiene muchos amigos en el colegio, porque es tímida y comparte poco con sus compañeros. Por eso agradece tanto la amistad de Gastón. Ellos se conocen desde siempre, aunque ella es un año mayor. Por supuesto, él creció mucho más rápido. Mientras ella aprendía a caminar, Gastón ya corría por todos lados, era más fuerte y muchísimo más ágil. Ambos se metían en problemas con frecuencia, pero las consecuencias eran diametralmente opuestas. Cuando ella rompía algo o daba vuelta un vaso con agua, causaba risa y en ocasiones, hasta palabras de elogio, pero si Gastón hacía lo mismo, lo correteaban hasta sacarlo de la casa, y cuando eso ocurría, Pamela salía al patio y lo acompañaba. Desde ese pasado lejano que ellos forjaron una complicidad tan fantástica que cualquiera pensaría que se comunican con telepatía.
Gastón es un labrador de color dorado como la miel o es, simplemente, un labrador color miel. Tiene seis años de edad y ahora rompe más cosas que cuando era cachorro, razón por la cual Sandra, la madre de Pamela, tiene prohibido que entre a la casa. Así que esas horas de la tarde en que Pamela comparte con su perro, son sagradas, es el pequeño espacio que tiene para hablar de todo lo que siente y piensa, y su sicólogo escucha con paciencia y agita su cola como si fuera un ventilador peludo.
El nombre de Gastón no es casualidad o más bien, es causalidad, pues se lo regalaron cuando ella apenas sabía hablar y una de las primeras palabras que aprendió fue “gato”, aunque ella la usaba para referirse al perro, hecho que siempre provocó muchas risas y por eso se acostumbró a llamarlo así. Claro que entre gato y Gastón hay gran distancia, pero no tanto si se piensa que cuando era pequeña, Pamela solía agregar una S al centro de las palabras. Por ejemplo, decía “masmá” o “cosmida”, y como se deduce, en lugar de gato decía “gasto”. El resto de la historia es innecesaria, pues el tiempo y el hábito se encargaron de bautizar a Gasto como Gastón y nadie jamás lo ha cuestionado.
A pesar de que comparten varias horas al día, no es tiempo suficiente para que Pamela le cuente todo, pues en esos momentos suceden tantas cosas en su vida, que ni siquiera ella las comprende bien. Algunos compañeros de curso piensan que es tonta. Ella misma piensa que es tonta o por lo menos, que tiene un problema grave. Su sicólogo ladra molesto, él no está de acuerdo. Claro que la vida está llena de problemas, así siempre ha sido, pero tú no eres tonta. La niña asiente poco convencida, más ahora que sostiene entre sus manos la prueba de su estupidez.
Por más que lo intentó, no pudo hacerlo mejor. Estudió mucho para esa prueba y el resultado es irrefutable, una hoja prácticamente en blanco y un gran dos de color rojo en la parte superior. Pamela quiere desaparecer, olvidar el colegio, las notas, las clases, los libros y la ortografía y la redacción y la morfología y la sintaxis… quiere olvidarlo todo. Como le gustaría ser otra persona, una guerrera que salve al reino de un malvado dragón o una princesa que tiene una gran aventura, o simplemente vivir en un mundo mágico donde leer y escribir no tuviera ninguna importancia.
Es tanta su angustia que siente el estómago vacío y los ojos rojos. Imagina que las lágrimas que corren por sus mejillas son gotas de lluvia, probablemente las únicas del año, pues allá en el norte grande casi nunca cae agua. El perro también percibe la pena que escurre por su rostro, siente la humedad y el frío, y mientras mueve la cola se acurruca junto a ella.
Gastón olfatea la angustia de Pamela y eso lo contraria y lo preocupa, hasta que de pronto, la solución llega flotando en el aire. Es un hedor maravilloso, que se contrapone y oculta el olor a frustración de Pamela. Es como si ambos aromas estuvieran destinados a ser uno, a sumarse y crear el más radiante de los perfumes. Y como es lógico, Gastón piensa que si Pamela sintiera ese aroma, dejaría su pena de lado y volvería a ser feliz.
Nunca ha sentido algo así. Huele a encierro, sobaco, años y pedos. Hiede a tiempo estancado en una botella. Y le encanta. Se sienta para disfrutar mejor esa nueva sensación. Ladra y mueve la cola, y por primera vez en su vida, Pamela no comprende lo que quiere y es obvio que así sea, pues ni Gastón sabe lo que quiere, así que jamás podría explicarlo. Es una emoción similar a cuando Pamela le rasca la guata, una sensación cálida, como felicidad concentrada, pero eso no lo describe con exactitud, pues también siente otras cosas, como si pudiera compartir dicha felicidad. Entonces él, mucho más perceptivo que analítico, hace lo que siente. Se levanta de un salto y corre hacia donde le indica su nariz, el patio trasero de la casa.
Ella permanece acostada en el breve pasto que hay en el jardín delantero, ahora más apesadumbrada que antes, pues si hace unos minutos el mundo no la comprendía, ahora ni siquiera cuenta con la compañía de su mejor amigo.
Pamela vive en Arica, en una población que crece en la pendiente de un cerro, a cinco kilómetros de la playa y gracias a su elevación natural, ella siempre tendrá una amplia vista del horizonte y el mar. Eso mientras nadie coloque un edificio frente a su casa, algo que puede suceder, pues Pamela escuchó que una compañera les dijo a sus amigos que frente a su casa construyeron un edificio y eso arruinó la vista. Claro que esa niña vive mucho más cerca de la costa, pero tarde o temprano el progreso llega a todos lados, incluso a los cerros, a su casa y a su pequeña alfombra verde, donde ahora disfruta de esa hermosa puesta de sol.
En este y otros pensamientos estaba cuando escuchó los ladridos de Gastón. De inmediato supo que la llamaba o más bien, la invitaba a pasear. Y escucharlo la hizo sentir mejor, pues supo que no estaba sola.
Se dirige a la puerta de entrada porque sabe que él quiere salir, quiere que vayan juntos a pasear, pero Gastón no está ahí. Entonces vuelve a escuchar sus ladridos. No estoy en la puerta, estoy acá atrás, en el patio. Pamela sigue el sonido de su voz hasta el jardín trasero, un lugar que no frecuenta porque está lleno de cosas viejas, muebles rotos y chatarra, todo apilado sin orden y a ella le parece más un basurero que un patio. Incluso, una vez vio tres ratones gigantes, del tamaño de Gastón o quizá más grandes. Está segura de ello, aunque Sandra opina que exagera, que ningún ratón puede ser tan grande. Quizá sea verdad lo que dice su madre, quizá no existan los ratones gigantes, pero esas ratas son lo más monstruoso que ha visto y eso también es verdad.
Gastón la llama con insistencia, le ladra que se apure, que debe ver lo que hizo. En el patio, Pamela sigue los ladridos y haciendo acopio de valor, avanza por un pasillo angosto que se forma entre los fierros oxidados de dos autos a medio desarmar. Al final, donde termina el pasadizo, abajo del maletero, en ese lugar que ella no puede ver, hay algo tenebroso. “Quizá son las ratas gigantes”, piensa la niña, pero Gastón le asegura que no hay nada que temer, que bajo ese auto no hay peligro y para demostrarlo, se acerca a ella y le ladra al auto. De inmediato ahuyenta sus fantasmas y Pamela atraviesa el pasillo. Gastón mueve la cola y la mira con sus hermosos ojos café. Él es su guardián y mientras esté con ella, nada malo le habrá de pasar.
Pamela sigue a Gastón hasta la muralla que marca el límite de su casa. La verdad es que ni siquiera ha sentido curiosidad por averiguar qué hay detrás. Sabe que es una casona grande y vieja, completamente diferente al resto de las casas del barrio, pero ahora sí se pregunta cómo será, porque Gastón hizo un hoyo que cruza por abajo de la pandereta.
Desde el otro lado, Gastón ladra y mueve la cola con vigor. ¡Ven, ven!, siente este hedor tan delicioso, estoy seguro que alguien nos está llamando. Pero Pamela no está dispuesta a cruzar, esa pared es la frontera que la municipalidad y el conservador de bienes raíces determinaron como límite legal entre ambas propiedades y cruzarlo sería muy peligroso. Pero Gastón insiste.
—Ven Gastón, ven para acá. ¡Te lo ordeno!
El perro contesta con tres ladridos y luego pasa por debajo de la muralla, mueve la cola y cruza de vuelta. Entonces se escuchan tres ladridos más, pero estos son más agudos, más urgentes.
Pamela sabe que no debe, pero su curiosidad es demasiada. Si cruza, debe tener cuidado y estar alerta, pues desconoce lo que encontrará cuando atraviese el agujero. Quizá los ratones gigantes la están esperando para emboscarla.
Después de meditar un momento y sopesar los riesgos, respira profundo y hace caso omiso a su agitado corazón. Se agacha hasta arrastrar la guata por el suelo y cruza por debajo de la pared…
Fin del capítulo 1 de Orbis
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